miércoles, 20 de abril de 2011

La agonía en el huerto.


Lc. 22, 39-53.

56. Padre, si es posible, pase de mí este cáliz. Existen muchos autores que toman este pasaje como argumento para sostener que la tristeza del Señor fue una prueba de debilidad que El tuvo toda su vida y, por tanto, que no le sobrevino sólo durante este tiempo, y así, parece como si quisieran retorcer el sentido natural de las palabras. Por lo que a mí se refiere, no sólo no creo que haya que excusarle, sino todo lo contrario; para mí no hay otro pasaje en el que admire más su amor y su majestad; y es que su entrega a mí no hubiera sido tan grande si no hubiese tomado mis mismos sentimientos. Así, pues, no hay duda que sufrió por mí Aquel que nada propio tenía por lo que pudiera sufrir, y, dejando a un lado la felicidad de su eterna divinidad, se dejó dominar por el tedio de mi enfermedad. El ha tomado sobre sí mi tristeza para comunicarme su alegría, y descendió sobre nuestros pasos hasta la angustia de la muerte, para llevarnos, so­bre sus pasos, a la vida. Y por eso hablo con plena confianza de la tristeza, ya que predico la cruz; en verdad, no tomó de la encarnación una apariencia, sino la misma realidad. En efecto, El debía tomar sobre sí el dolor para vencer la tristeza, no para aniquilarla, pues, de lo contrario, los que tuvieran que soportar la angustia sin dolor, no podrían ser alabados por su fortaleza.

57. Y así dijo: El varón de dolores sabe soportar los sufri­mientos (Is. 53,3), y nos dio una lección para que aprendiéramos, también con el caso de José, a no temer la cárcel [1], ya que en Cristo hemos aprendido a vencer la muerte, o mejor, el modo de vencer la angustia actual por la muerte futura. Pero ¿cómo te vamos a imitar, Señor Jesús, si no es siguiéndote como hombre, creyendo que has muerto, y contemplando tus heridas? Y, ¿cómo los discípulos habrían creído que Tú habías muerto si no hubiesen sentido la angustia del que está para morir? Así, aquellos por quienes Cristo sufría, se duermen sin conocer el dolor; esto es lo que leemos: El carga sobre sí nuestros pecados y sufre por nosotros (Is 53,4). No son tus heridas, Señor, las que te hacen sufrir, sino las mías; tampoco es tu muerte, sino mi enfermedad ; y te hemos visto en medio de esos dolores cuando estás doliente, no por ti, sino por mí; has enfermado, pero por nuestros pecados (Is 53,5), es decir, no porque hubieras recibido del Padre esa en­fermedad, sino porque la habías aceptado por mí, ya que me traería un gran bien el hecho de que “pudiéramos aprender en ti la paz y de que sanases, con tu sufrimiento, nuestros pecados” (ibid.).

58. Pero ¿qué tiene de maravilloso que el que lloró por uno, aceptara la misión de sufrir por todos? ¿Por qué maravillarse de que sintiera tedio en el momento en que iba a morir por todos, cuando, en el instante de resucitar a Lázaro, comienza a derramar lágrimas? Allí le conmovieron las lágrimas de su piadosa her­mana, ya que le llegaron al fondo de su alma humana, y aquí le impulsaba a obrar el pensamiento profundo de que, al mismo tiempo que aniquilaba nuestros pecados, desterraba de nuestra alma la angustia por medio de la suya. Y quizás por esto se entris­teció, puesto que, después de la caída de Adán, de tal modo estaba dispuesta nuestra salida de este mundo, que nos era necesaria la muerte, pues Dios no creó la muerte ni se alegra de la perdición de los vivos (Sap 1,13), razón por la que a El le repug­naba sufrir aquello que no hizo.

59. Después dijo: Aleja de mí este cáliz. Como hombre El rehúsa morir, pero, en cuanto Dios, El mantiene su sentencia; a nosotros nos resulta del todo imprescindible morir al mundo si queremos resucitar para Dios, con objeto de que, según la sentencia divina, la ley de la maldición sea saldada por el retorno de nuestra naturaleza al limo de la tierra.

60. Y cuando dijo: No se haga ni voluntad, sino la tuya, relacionaba la suya con su humanidad y la del Padre con la divinidad, ya que la voluntad del hombre es temporal, mientras que la de la divinidad es eterna. No es distinta la voluntad del Pa­dre y la del Hijo, pues donde hay unidad de divinidad debe exis­tir unidad de voluntad. Aprende, pues, a estar sometido a Dios para que no elijas tu propio querer, sino que puedas saber qué es lo que agradará a Dios.

61. Y ahora examinemos el valor de las propias palabras: Mi alma está triste, y en otra parte: Mi alma se halla ahora en un estado de turbación extrema —y no es que se arrepienta de haber tomado un alma, sino que es esta alma aceptada la que se turba, ya que el alma está sujeta a las pasiones, mientras que la divinidad está libre de ellas—, y después dijo: El espíritu está pronto, pero la carne es débil. No es El quien está triste, sino su alma. Tam­poco es la Sabiduría la que se entristece, ni la sustancia divina, sino el alma, pues El ha tomado sobre sí mi alma y mi cuerpo. No me engañó de que fuera algo distinto de lo que parecía: El parecía que estaba triste, y lo estaba en realidad, no por sus sufri­mientos, sino por nuestro distanciamiento de El. Por ese motivo dijo: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas (Mt 26,31; Zac 13,7). Sentía profundo dolor porque nos dejaba en estado de infan­cia. Por lo demás, ya nos declara la Escritura con qué arrojo se ofreció a la muerte y cómo salió al encuentro de los que le bus­caban, dando con ello fuerzas a los débiles, excitando a los que dudaban y dignándose recibir el beso del traidor.

62. Nada más concorde con la verdad que aceptar que la tristeza se la causaban sus perseguidores, ya que El sabía que expiarían su sacrilegio en medio de suplicios. Y por eso dijo: Aleja de mí este cáliz; y no era que el Hijo de Dios temiera la muerte, sino que no quería que los malos se condenaran. Por lo que muy bien dijo: Señor, no les imputes este pecado (Lc 23,34), con el fin de que su pasión fuese capaz de comunicar la salvación a todos.

63. Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? Ver­daderamente que es grande la manifestación del poder divino, y grande también esta lección de virtud. El proyecto de traición se está llevando a cabo, y la paciencia sigue sin acabarse. Señor, Tú te entregaste al que te traicionaba, mientras pones de mani­fiesto su secreto. También te entregaste al que te traicionaba, cuando le hablaste del Hijo del hombre, ya que lo que se apresaba allí, no era la divinidad, sino la carne. Lo cual resulta una gran confusión para el mayor ingrato que haya existido, puesto que entregó a Aquel que, siendo Hijo de Dios, quiso hacerse por nosotros Hijo del hombre; parece decirle: ¡Por ti, ingrato, he tomado esto que tu ahora entregas! ¡Qué hipocresía! Yo entiendo que hay que leerlo como una pregunta, tal vez, para que se vea cómo corrige al traidor mostrándole un gran sentimiento de amor. Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? En otras palabras: ¿Me entregas al sufrimiento a causa de mi entrega amorosa? ¿Vas a hacer que se derrame mi sangre como pago de mi caridad servicial, y me vas a entregar a la muerte precisamente con el símbolo de la paz? Tú, que eres un siervo, entregas a tu Señor; siendo su discípulo, traicionas a tu Maestro, y tú, que eres un elegido, entregas a tu Creador? Aquí se cumple aquello de: Las heridas de un amigo son de más valor que los besos interesados de un enemigo (Prov 26,6). Esto es lo que se dice del traidor. Y ¿qué es lo que está escrito del hombre leal? Helo aquí: Que él me bese con los ósculos de su boca (Cant 1,1).

64. Y le besó; y no se hace una justificación en este pasaje del disimulo, sino que se nos quiere hacer ver que no huía de la traición y que seguía amando al traidor a quien no había negado esa manifestación de amor; de ahí que esté escrito: Era pacífico con los que odiaban la paz (Ps 119,6).

65. “Y al signo convenido —sigue diciendo— los que habían venido con los palos le apresaron”. Sin embargo, no son las armas las que son capaces de someter al que es Señor de todo, sino los misterios. Y por eso, cuando El habló, cayeron hacia atrás. ¿Qué necesidad tengo yo de legiones de ángeles y de ejércitos celes­tiales? La sola voz del Señor les produce un terror más fuerte. Eso fue lo que escogió, como indicio evidente de la majestad di­vina, aquel que había reposado sobre el pecho de Cristo [2]. Y la turba entonces se dispone a maniatar a Aquel que lo estaba deseando, y así lo cargan de cadenas. ¡Oh insensatos y pérfidos! No es de esa manera como uno se adueña de la Sabiduría, ni es con cadenas como se apresa a la Justicia.

66. Y el celo de los apóstoles no se hizo esperar. Por eso, Pedro, instruido en la Ley, hombre de corazón, pronto, sabiendo que Finees fue tenido como justo por haber matado a los sacrílegos (Ps 105,30ss), hiere al siervo de los príncipes de los sacerdotes. Y poco después el Señor curó la herida sangrante, poniendo en su lugar los misterios divinos, de modo que el siervo del príncipe de este mundo, esclavo del poder terreno, no por derecho de su nacimiento, sino por su caída [3], ha recibido una herida en su oreja por no haber escuchado las palabras de la Sabiduría. En verdad, todo el que comete el pecado, se hace esclavo del pecado (Io 8,34). Habéis sido vendidos —dijo Isaías— por vuestros pe­cados (50,1): Por nuestros pecados hemos sido vendidos, y la re­dención de estos pecados se ha llevado a cabo gracias a la bondad de Dios. Y si Pedro hirió con advertencia plena la oreja, era para enseñarnos que en adelante ellos no debían tener orejas exteriores, sino que las debían tener en el interior. Con todo, el buen Maestro le devolvió la oreja para mostrarles, según las palabras del profeta (Is 6,10), que también pueden ser curados aquellos que, al con­vertirse, participan de las heridas de la pasión del Señor; y eso, porque los misterios de la fe borran cualquier pecado.

67. Así, pues, Pedro cortó una oreja. Y ¿por qué Pedro? Porque él fue quien recibió las llaves del reino de los cielos, y él es quien condena y quien absuelve, puesto que ha recibido las potestades de atar y desatar. El corta la oreja del que escucha con maldad y, por medio de la espada espiritual, corta también la oreja interior que no entiende con rectitud.

68. Tengamos cuidado para que a ninguno haya que cor­tarnos la oreja. Se lee la pasión del Señor: si sostenemos que la debilidad y sufrimiento corporales afectaban a su divinidad, quie­re decir esto que nuestra oreja ha sido seccionada y cortada por Pedro, el cual no soportó que Cristo fuese tenido como un profeta, sino que nos enseñó a proclamarle taxativamente como Hijo de Dios, por medio de una perfecta confesión de fe (Mt 16,14ss). Por tanto, cuando leemos que Cristo fue apresado, pongamos aten­ción para no escuchar y creer a aquel que nos diga que fue apre­sado en cuanto a su divinidad, y sin El quererlo y sin poder para evitarlo. Es cierto que fue cogido, como atestiguó Juan (18,12), en la realidad de su cuerpo, pero ¡ay de aquellos que encadenan al Verbo! Atan a Cristo, al que ven como puro hombre, y no piensan que encadenan al que todo lo sabe ni reconocen en El al que todo lo puede. Tristes cadenas en verdad, las de los judíos, con las cuales no atan a Cristo, sino que se encadenan a sí mismos. Y resulta que es maniatado, no en casa de un hombre piadoso y justo, sino en casa de Caifás, es decir, en una casa impía, donde, como constaba por las profecías, había de morir por todos (Mt 26,57; Io 18,24). ¡Qué insensatos resultan aquellos que recono­cen los beneficios y persiguen al autor de ellos!

69. Puesto que su oído había perdido la sensibilidad, perdie­ron la oreja. En realidad, no son pocos los que no poseen aquello que creen tener. Dentro de la Iglesia todos lo tienen, y todos los que están fuera de ella carecen de ello. Quizás les cortó la oreja para que no cometieran más pecados escuchando aquello que después no podrían cumplir. Así es como el Señor confundió en otro tiempo las lenguas de los que edificaban la torre (Gen 11,7ss), para que, no entendiéndose, no pudiesen seguir constru­yendo su impío proyecto.

70. Comprende, si puedes, cómo al contacto con la mano derecha del Salvador huye el dolor y se curan, sin más medicamen­tos que su contacto, las heridas. El barro reconoce a su obrero, y la carne se pone a disposición de la mano del Señor que la tra­baja; pues el Creador realiza su labor como mejor le place. Así es como El devolvió la vista al ciego aquel, de quien se nos habla en otro lugar, cuando le untó los ojos con lodo (Io 9,6), siendo como un retorno a su primera naturaleza. Había podido mandarlo, pero quiso El mismo realizarlo, para que reconozcamos que es El quien ha formado, del limo de la tierra, los miembros de nues­tro cuerpo, haciéndolos aptos para diversas funciones, y El tam­bién quien les dio vida al infundirles la fuerza del alma.

71. A continuación llegaron y le apresaron, haciendo posible, por causa de esa condescendencia a su pasión no dominada, que su perdición fuese más irremediable, ya que esos infelices no com­prendieron el misterio ni miraron con veneración esa actitud de piedad tan elemental de que El no permitiese ni que sus mismos enemigos fuesen heridos. Ellos se disponían a dar muerte a aquel Justo, que era precisamente el que curaba las heridas de sus perseguidores.

San Ambrosio, “Tratado sobre el Evangelio de San Lucas”, B. A. C., Madrid.

Notas:
[1] Algunos han querido ver una alusión a su tratado De Ioseph; no se descarta la posibilidad de que directamente aluda a la Sagrada Escritura.
[2] San Juan es, en efecto, el único de los cuatro evangelistas que ha relatado la pregunta del Señor a sus enemigos, y el efecto de su palabra sobre la turba le hizo caer en tierra.
[3] Malco es representado aquí como figura de Adán o, más exactamente, de toda la humanidad caída.