jueves, 30 de junio de 2011

En la solemnidad de Corpus Christi.


Con ocasión a la solemnidad de Corpus Christi, publico la homilía del R.P. Bertrand Labouche. Me parecía que era una pena no haberla grabado en audio, ya que éste buen sacerdote tiene una muy buena oratoria al momento de predicar y, aunque en esencia, lo escrito es casi lo mismo que dijo desde el púlpito, no hay nada mejor que escucharlo. Sin embargo, para no perdernos tan buena prédica, he decidido publicarla.
También me parece extraño, encontrar en algunas páginas amigas, que no se diga el nombre del autor. No sé cuáles serán los motivos pero me parece importante que se sepa quién es.


En la solemnidad de Corpus Christi.

En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Queridos hermanos, queridos fieles,

La Fiesta de Corpus Christi es la Fiesta del Santísimo Sacramento. De un cierto punto de vista es mayor aún que Navidad y Pascua, o que la Epifanía y la Ascensión, que conmemoran hechos históricos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, porque festejamos hoy la Presencia misma de Nuestro Señor entre nosotros, vivo e inmolado en la Santísima Eucaristía; es la Fiesta de Dios Emmanuel, el Dios presente en esta tierra entre los hombres, escondido bajo las especies del pan y del vino, pero no menos realmente presente.
¿Cómo sabemos con certeza que Nuestro Señor Jesucristo está realmente presente en la Sagrada Hostia y en el cáliz de la consagración? Porque El mismo lo dijo – “Hoc est Corpus meum, (este ES obsesionaba, torturaba a Lutero) hic est calix sanguinis mei” –, y no se puede engañar (es la Sabiduría infinita) ni engañarnos (es todo Bondad). El testimonio divino es infinitamente superior al testimonio de nuestra inteligencia humana y de nuestros sentidos: por eso, ¡tenemos una certeza mayor aún de su presencia eucarística que de las realidades que nos rodean como ustedes, queridos fieles, este altar, este púlpito…!
¡Sí!, Nuestro Señor está realmente aquí, en el sagrario, vivo, mirándonos con su Bondad y Misericordia infinita, en estado de víctima, Amor crucificado, ofrecido a su Padre para su gloria, y a nuestras almas para su consolación y santificación. Seamos  almas eucarísticas, ¡qué magnífico ideal!, parecidas con Jesús Hostia: humildes, nunca arrogantes y altaneras, castas (la Hostia es tan Pura), sumisas a la voluntad divina como Jesús lo es sin demora a la voz del sacerdote cuando consagra, silenciosas, nobles (y no egoístas), rectas, sencillas, caritativas, sacrificadas por amor a Dios y a las almas, pacientes (la Sagrada Hostia, tantas veces, es maltratada), aparentemente sin valor a los ojos del mundo (¿qué vale una hostia para un banco?), en realidad muy amadas de Dios.
En el santísimo Sacramento irradian la Luz de la Verdad y el fuego de la Caridad de Jesús. Y ¿qué quiere Nuestro Señor sino que su verdad y su Caridad se difundan, y no solamente en las almas, sino en toda la sociedad, en nuestras Patrias, adonde quiere extender su Reino? Lo dice la Iglesia en su Oficio del Santísimo Sacramento: “CHRISTUM REGEM ADOREMOS DOMINANTEM GENTIUM”, Adoremos a Cristo Rey, Señor de las Naciones.
Por esta razón, después de la Santa Misa, el sacerdote llevará la Sagrada Hostia en procesión, y la honraremos  con todo nuestro corazón y nuestras voces. Jesús es Rey de nuestras almas, y también es Rey de derecho de las Naciones, rey de Argentina, Rey de esta ciudad, de este barrio, de las instituciones públicas, de los que la gobiernan. Infelizmente, hoy en día, no lo es de hecho. Lo destronaron. Y “cuando Jesucristo no reina por los efectos benéficos relacionados con su presencia, Jesucristo reina por las calamidades inseparables de su ausencia”. Es lo que pasa hoy, infelizmente, y muchas almas se condenan. Antiguamente, cuando los países eran católicos, las autoridades civiles participaban como tales a la procesión de Corpus Christi, con las insignias de su poder, poder que sometían a Jesucristo, Rey de los reyes, Rey de los gobernantes, de los magistrados, de los profesores, de los médicos, de los oficiales y soldados, de los obreros, de las familias. Era una Fiesta para toda la ciudad, sus instituciones y sus autoridades. Pero hoy en día, estas autoridades no reconocen a Cristo como a su Rey, por eso no están presentes en la Procesión de Corpus Christi.
Entonces, ¿Qué hacer para que la sociedad vuelva a ser católica, cristiana, eso es de  Jesucristo y no mundana, eso es del espíritu del mundo y de Satanás, para que las Babilonias actuales se conviertan en ciudades católicas? (además será el tema de las próximas Jornadas en julio, a las cuales, invitamos cordialmente los jóvenes aquí presentes). Qué hacer, entonces?

  • ¿Lanzarse al asalto de la Casa Rosada y conquistar el poder por un golpe de Estado? Solución irrealista, por supuesto, llamada al fracaso, en las condiciones actuales.
  • ¿Entrar en el sistema “políticamente correcto” actual? Sería también una grave ilusión.
  • ¿Rezar, rezar mucho y solo rezar para que caiga del Cielo, de repente, un Rey Santo acompañado con legiones de Ángeles que purificarían todo en dos horas? Sueño vano. Hay que luchar. Formamos parte de la Iglesia militante, no de la Iglesia soñante. El sacramento de la confirmación nos hizo soldados y, como decía Santa Juana de Arco: “Los soldados combatirán y Dios dará la victoria”. Pero esto no significa que no haya que rezar también, especialmente el Santo Rosario, y ofrecerse en la Santa Misa y en la sagrada Comunión, por supuesto.
  •  Entonces, hay que hacer algo, pero ¿qué? En primer lugar, lo que debemos procurar, todos los días, con una invencible constancia, además de una santificación personal, individual, es santificar lo que constituye precisamente el fundamento de la sociedad: la célula familiar. Que la Ley de Jesucristo reine en los hogares católicos, en conformidad con su Ley natural (que en particular los jefes de familia tengan una grande autoridad moral) y sobrenatural; es el primer y necesario paso de la cristianización de la sociedad; y no se hace sin escuelas verdaderamente católicas.
  • En segundo lugar, evitar la esquizofrenia, eso es un desdoblamiento de personalidad: ser un Doctor Jekyl, un católico en privado, y un Mister Hyde en la sociedad, en público, igual a los otros; hay que comportarse en la vida pública, en su profesión, en la Universidad, en la escuela, en el taller, en la calle, en las diversiones, en sus relaciones con los superiores y los inferiores en el trabajo, con sus amigos y opositores, como verdaderos católicos, y no solamente en la capilla y en familia. No vivimos (todavía) en una época de persecución abierta y sangrienta. Los fieles pueden y deben todavía hacer y decir bastante; “que sean, dice Pío XII, en este mundo materializado y paganizante en que casi toda carne corrompió sus caminos, la sal y la luz que preserva e ilumina”. Así, con prudencia (que no es la inacción sistemática) y convicción: se puede organizar un rosario en el barrio, en la Universidad, conferencias, defender inteligentemente sus convicciones, difundir buenas lecturas, evitar todo lo que ofende a Dios, a la santa pureza, reflejar en sus costumbres la santa austeridad del Evangelio, practicar la caridad teologal, fraterna; en una palabra, “vivir como católicos sinceros y convictos, a 100%, tanto en privado como en público”(Pío XII). Los paganos de la Roma de Nerón estaban estupefactos en particular por la caridad de los primeros cristianos: “¡Vean como se aman!”, decían. No se debe olvidar que los primeros cristianos eran ante todo excelentes católicos. Su humildad, su caridad, su esperanza y su fe heroica hasta el martirio, sus oraciones, pero también el ejemplo y las convicciones que manifestaron en una sociedad tan corrompida y decadente como la actual, y no solo lamentaciones, veleidades ineficaces y piadosos deseos, triunfaron definitivamente sobre la Roma pagana que se convirtió en la capital del cristianismo. No dudemos que las mismas causas pueden producir los mismos efectos, porque Nuestro Señor, que venció al mundo, no cambia.

¡Viva Jesús Sacramentado, Viva Cristo Rey!

Ave María Purísima

En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo. Amén.