martes, 24 de junio de 2014

La belleza de la Misa tradicional según Leopoldo Marechal.


Más allá de los problemas doctrinales que entrañan los textos de la reforma litúrgica y el Novus Ordo de la Misa, el mismo espíritu que empapó los textos de las rúbricas y las oraciaciones con la nueva teología, ha inficionado el arte que barnizaba toda la arquitectura de la liturgia, despojándola de la belleza y profundidad teológica objetiva que tenía. Fray Mario Petit de Murat O.P. dirá que

“la decadencia del arte es un síntoma, nos muestra el estado deplorable en que está esta Virgen y Madre que es la Iglesia. El arte es confesional; el arte de la Iglesia es confesión del estado en que se encuentra su parte humana.
Es necesario que nos reeduquemos para que el arte cristiano vuelva a la dignidad, a la pureza que alcanzó en otros tiempos.”

Y hoy la liturgia ha quedado despojada de su santa belleza atractiva. Muchos santos y hombres de profunda fe, a través de la historia, han reconocido el atractivo que tenía la venerable y antigua liturgia, digna de la santidad de su espíritu.

En Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal describe una Misa cantada, una misa tradicional. El relato del personaje que entra a un monasterio solitario, nos trae a la memoria el relato del poeta Paul Claudel de su conversión, al entrar a la catedral de Notre Damme, el cual, es llevado por una curiosidad artística, y maravillándose por la ceremonia y la música del coro, se desarma todo su sistema de pensamiento ateo. Aquí el fragmento de Marechal:

“Por senderos montañeses y huellas de cabras has ascendido hasta el viejo monasterio levantado en plena soledad. Una razón de arte, y no un motivo piadoso, te ha guiado en aquel ascenso matutino. Y al entrar en la capilla desierta se deslumbran tus ojos: frescos y tablas de colores paradisíacos, bajorrelieves adorables, maderas trabajadas, bronces y cristalerías gozan allá la inmarcesible primavera de su hermosura. Y estás preguntándote ya quién ha reunido, y para quién, tanta belleza en aquel desierto rincón de la montaña, cuando una fila de monjes negros aparece junto al altar y se ubica sin ruido en los tallados asientos del coro. Y te asustas, porque sólo te ha guiado una razón de arte. No bien el Celebrante inicia la aspersión del agua, los del coro entonan el Asperges. La casulla roja, con su cruz bordada en oro, resplandece luego sobre el alba purísima que viste aquel mudo sacrificador: en su antebrazo izquierdo cuelga ya el manípulo rojo sangre como la casulla. Y cuando el Celebrante sube las gradas del altar lleno de florecillas rojas, los monjes de pie cantan el Introito. A continuación los Kiries desolados, el Gloria triunfante, la severa Epístola, el Evangelio de amor y el fogoso Credo resuenan en la nave solitaria. Y escuchas desde tu escondite, como un ladrón sorprendido, porque sólo te ha guiado una razón de arte. Ofrecidos ya el pan y el vino, una crencha de humo brota en el incensario de plata; y el Celebrante inciensa las ofrendas, el Crucifijo, las dos alas del altar; devolviendo el incensario al acólito, recibe a su vez el incienso y lo agradece con una reverencia; en seguida el acólito se dirige a los monjes y los inciensa, uno por uno. Y sigues atentamente aquella estudiada multiplicidad de gestos cuyo significado no alcanzas; y, no sin inquietud, piensas ya que tan solemne liturgia se desarrolla sin espectador alguno y en un desierto rincón de la montaña, tal una sublime comedia que actores locos representasen en un teatro vacío. Pero de súbito, cuando sobre la cabeza del Celebrante se yergue la Forma blanca, te parece adivinar allí una presencia invisible que llena todo el ámbito y en silencio recibe aquel tributo de adoración, la presencia de un Espectador inmutable, sin principio ni fin, mucho más real que aquellos actores transitivos y aquel teatro perecedero. Y un terror divino humedece tu piel, y tiemblas en tu escondite de ladrón; porque sólo te ha guiado una razón de arte”.

Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (1948), Libro V, parte I.